Queremos hijos que nos amen con locura, pero no les damos lo que ellos necesitan: contacto, abrazos, miradas a sus ojos, atención, paciencia.
Queremos hijos autónomos e independientes, pero no validamos sus decisiones, no les dejamos confirmar su autoestima, no les dejamos ser.
Queremos hijos colaboradores, pero si tienen la iniciativa de ayudar a limpiar, le quitamos el cepillo porque “van a hacer más desastre del que hay”, después nos quejamos porque son adolescentes sin iniciativa.
Queremos hijos respetuosos y amables con el mundo, pero no respetamos sus tiempos madurativos, les negamos los brazos, la teta, el pañal, el sueño, el juego, el placer del que solo disfrutarán los pocos años que dura la infancia.
Queremos que sean alegres todo el tiempo, y pareciera que los niños no tienen derecho a sentir todas las emociones, cuando todos somos seres emocionales por naturaleza. Sus otras emociones parece que nos molestan…
Queremos hijos empáticos, pero no les damos la razón ni confiamos en sus instintos innatos.
Queremos hijos que nos escuchen, pero invalidamos sus llamados de atención, nos hacemos sordos a sus señales de alerta, e incluso, ignoramos sus llantos.
Queremos que sean adultos sanos, pero llevando una niñez triste y desolada, enmarcada en lineamientos de un sistema adultocentrista.
Seamos conscientes de que nuestros hijos solo son grandes maestros de nuestras vidas. Permitamos que vivan una infancia feliz de manera consciente.

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